Tú cepillo.


                No sé si a ti también te pasa que rememoras escenas de cuando estábamos juntos; yo recuerdo muchos detalles de nuestra vida en común. No sé si alguna vez te preguntaste por qué no permanecía junto a ti cuando nos lavábamos los dientes después de comer. Seguramente no, porque eres la mar de despistada. Me separaba porque deseaba que me siguieras; bueno, no exactamente que me siguieras, sino que te movieras de tu habitual lugar frente al lavabo y, por ende, frente al espejo. El paso presuroso y forzado de las cerdas sobre tus dientes, muelas y premolares lanzaba miles de pequeñas gotillas de saliva con dentífrico que resbalaban sobre el espejo, manchándolo. Como si no fuera suficiente, enjuagabas el cepillo bajo el fuerte chorro del agua moviendo tu pulgar sobre las cerdas, arrojando al espejo, nuevamente, una pequeña lluvia de agua y pasta de dientes.
Siempre me llamó la atención el tiempo que tardabas cepillándote, amén del que empleabas con el hilo dental; cerca de tres o cuatro minutos permanecías duro y dale en el aseo de tu boca mirando fijamente tu imagen en el espejo. Con curiosidad inquisitiva movías tu cara y buscabas en los más profundos rincones de tu boca tratando de descubrir alguna mancha, algún residuo de alimento oculto en el resquicio de una muela. Y todavía después, dos o tres minutos más pasando el hilo dental entre dientes y molares. Eso hacía que me preguntara no qué habías comido recientemente, sino que habrías comido en el pasado. Yo, en cambio, dos o tres pasadas de abajo a arriba, de arriba a abajo, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda y ¡voilà!, a otra cosa, mariposa.
Por cierto, ya que hablamos de dientes, debo decirte la verdad. Me gustabas más con los dientes tuyos, chuecos por aquí y por allá, con los que te conocí. Unos dientes muy peculiares que no hubieran quedado ni la mitad de bien en otra boca que no fuera la tuya. No es que los que te pusieron después fueran ajenos, es que estaban tan parejitos, tan brillantes, tan simétricos que tu sonrisa parecía sacada de un anuncio de blanqueador de dientes. ¿Sería por eso que tardabas tanto cepillándolos?
Entre semana no me apuraba mucho ver el espejo manchado con sus gotas blanquecinas escurridas, pero el viernes me infartaba. Recién ese día habían hecho el aseo logrando que todo aquello susceptible de brillar lo hiciera, y cuán poco me duraba el gusto. Unas cuantas horas después llegabas frente al dichoso espejo a realizar lo que yo consideraba la justificación de tu vivir: manchar el espejo de mi baño. No abrigaba ninguna duda: habías nacido para eso.
Como sabes, nunca te dije algo; jamás salió de mí un reproche; nada, ni la más mínima queja o referencia a este hecho te fue informada. Sufrí durante todo este tiempo; callado, me aguanté como los meros machos el tormento repetido de la maculación de mi espejo por los desechos de tu boca. Tanto lo sufrí, que el tormento inicial -Comparable al desgarro de mis miembros en el potro- pasó a ser, simplemente, como puntapiés en los testículos.
Sin embargo, en honor a la verdad y en descargo de tu conducta, debo confesarte el terrible descubrimiento que realicé una semana después de que te fuiste; y mira si soy o no hombre de bien que, habiendo sufrido en silencio y en privado, confieso en público que no eras solamente tú la culpable de las manchas en mi espejo: también yo ponía algo de mi saliva y de mi pasta dental para lograr que el espejo semejara una acuarela abstracta en un famélico blanco desteñido.
Así es; a esa conclusión me vi obligado a llegar porque hacia allá apuntaban todas mis deducciones cuando, a pesar de que habías dejado un hueco durante una semana de mi vida y en el frente del espejo de mi baño, éste aparecía exactamente igual que cuando tú estabas. ¡Qué pena!
Quiero decirte también que dejaste/olvidaste tu cepillo de dientes. Ahí permanece junto al mío en el recipiente que los contiene a ambos. Están muy juntos. A veces, cuando extraño tu presencia y me siento deprimido, tomo nuestros cepillos y entrelazo las cerdas de uno con las del otro. Los veo y sonrío con una sonrisa de idiota. Que niñerías, ¿verdad…? Por fortuna, cada vez son menos frecuentes esos accesos pueriles y ya soporto recordarte sin echarme a llorar (necesariamente).
En fin, no sé qué hacer con el cepillo. No sé si deshacerme de él o conservarlo. En la tele, los psicólogos aconsejan a las personas que atraviesan una situación como la mía que no conserven nada, que se deshagan de los objetos que puedan recordar situaciones pasadas o asociar con la persona ausente; ¿deberé tirarlo a la basura como tú me tiraste a mí?…
De hecho, los que saben de esto, recomiendan no conservar nada. Dicen que los objetos personales son ataduras muy largas que conectan directamente con el otro, con el que andamos intentando olvidar. Si bien no tengo cosas tuyas en mi poder, atesoro muchos recuerdos de ti, de nosotros. Con frecuencia, un sonido, un color, un aroma, una situación me hace rememorar un sonido, un color, un aroma, una situación vivida contigo (¿no es increíble esa correspondencia perfecta?); y sonrío con tristeza, y recuerdo el verso de una canción que dice “lo que un día fue, no será…” y siento que me hundo en el remolino de la desesperanza, a pesar de que alguien dentro de mi cabeza me dice: ¡Aguántese, carajo, nomás las viejas chillan! ¡Aguántese, cabrón, su papá era hombre!
Tu cepillo es el verdecito, ¿recuerdas? Creo que los psicólogos tienen razón cuando dicen que no debo quedarme con nada tuyo. Pero no deseo echarlo, siento que junto con él tiro muchas otras cosas y no sé si ya estoy preparado para soportar su ausencia y no extrañarlas. El cepillo es como un pequeño tiovivo en donde giran muchos otros recuerdos, vivencias, filias y fobias… En cuanto tu cepillo deje de hacerme guiños y contarme historias que me recuerdan nuestros ratos felices, me desharé de él. Lo prometo…

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