Ya no sé si es sangre en mi cuaderno o tinta entre mis dientes. Mis manos están cansadas y mis encías inflamadas.
Las hojas de mi árbol genealógico me tienen en las cuerdas y tragar saliva es más difícil que juntar los párpados.
Me persiguen los fantasmas de quienes he visto caer de más alto y con más talento. Ellos caen con menos gracia.
La carga es más pesada cuando eres tan joven y tus problemas son viejos. Compré un manual con instrucciones para vivir que viene en finlandés antiguo y sin dibujos.
Por eso me río después del chiste, cuando ya es muy tarde. Cuando sólo se escucha el pésame de personas que no sabía que existían en el funeral mis abuelos.
Un ángel haciendo malabares en mi hombro izquierdo y yo pago mis demonios cada sábado en el G’s.
“Fumando manchas tus dientes y se te joden las neuronas, cabrón”.
Mamen, Delicados. Si por mí fuera, desarmaría los churros en mis bronquios.
Mis manos tiemblan porque tengo el sistema nervioso.
Diez y siete años de subida terminaron con las suelas de mis Converse. Sentarme en las banquetas desgarró mis pantalones.
¿Qué chingados quieren que haga yo seis meses en la guerra? Ni siquiera sé quitar el icono del mensaje de voz en el pinche celular.
Menos cicatrices en más piel. Me lamo las heridas con puntos, comas y mezcal.
Podría pasar cien días en formol y las ventanas de la camioneta de mi mamá van a seguir sonando en cada tope.
Todos los miércoles de ceniza reviento una cerveza en la urna de mis cuadernos.
Y es que los escritos después de un tiempo ya no sirven.
Deslizo para desbloquear demencia. Notas de voz para grabar pendejorrea. Algo.
Estudio las sonrisas y nadie parece torcer la lengua detrás de los dientes como yo.
Caliento la pizza del oxxo en el horno a ciento cincuenta grados, dos minutos porque soy gourmet. Rebajo el whisky con agua mineral porque no quiero crecer.
Una de azúcar. En un thermo. En quince minutos de auxiliar.
Despierto, camino, miento madres y jamás voy a ver más de 18% de batería en el pinche celular.
Le bajo todo el brillo a la pantalla que me falta en los ojos.
Camino con los pies cruzados porque me gusta pensar que estoy listo para correr en cualquier dirección cuando yo quiera. Camino en línea recta porque no tengo los huevos para hacerlo.
Mi ropa huele a María y mis tenis están manchados de cerveza.
Mis pies están cansados y mañana me va a doler la cabeza.
Y sigo aquí.
Mi teléfono se puede sincronizar vía WiFi con la computadora y a mí se me siguen quemando las palomitas en el microondas.
Sigo arrancando papelitos del broche baco del calendario con días que parecen el mismo.
Si no estuvieran numerados, mi piloto automático me aterrizaría en el dos mil diez.
La estufa tiene piloto y el avión también.
El bistec con papas por favor.
Entradas agotadas en el último agujero del cinturón. Cuarenta kilómetros de estrés a la semana pesan más que el síndrome de las ocho quesadillas antes de dormir.
Estocolmo. Es el colmo. Seguimos pidiéndole peras al olmo.
Arlequines que son estuches de monerías y vanidad.
Fher con sus prisas y sus ataques de ansiedad.
Es martes de micrófono abierto todos los viernes en la noche aquí.
Cogí una guitarra y me puse a escribir;
Estoy perdido, estoy ausente, reniego de mi ‘dios’.
Miro mi vida de frente, y todo lo que no me dio.
Vivo de fingir sonrisas, vivo de pedir perdón.
Quiero sólo un día para descansar mi voz.
Pero aquí estoy, con la frente en alto.
Debes ponerte peor si quieres reventar mi llanto.
En mi ejército no somos tantos, son mis letras, mi guitarra y la atención de unos cuantos.
Pero no podrás ganarme.
Si me quieres ver caer vas a tener que esforzarte.
Hoy nado contra corriente, no encuentro religión.
Aparento ser valiente, cuando no sé ni quien soy.
Es difícil ver tan cerca, lo lejos que aún estoy.
La carga ya no pesa, se confunde con temor.
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