Corteza.



Parece que no fuiste capaz de ver más adentro de mi corteza exterior, ¿o no te permití ver más adentro? Te quedaste en el tipo de afuera, el que no quería ser lastimado, en el que cargaba un escudo permanente, en el que no se abría fácilmente por temor a ser herido; el que aparentaba una entereza a toda prueba, el que proyectaba seguridad y confianza y que parecía controlar todas las situaciones. Quizá fui muy parco. Fuera de la pasión propia de los momentos de amor no recuerdo que te hubiera dicho con frecuencia que te amaba; especialmente, con la frecuencia que a todas las mujeres les gusta; suponía, tal vez erróneamente, que los hechos decían más que las palabras. En esas ocasiones me sentía reinar el Paraíso, tu dulce carne y tu boca de fresa sitiaban mi sequedad y mi mesura, y te llenaba de tiernos mimos y encendidos elogios a tu belleza. Me sentía ridículo: ya ves las locuras a las que a veces nos obliga el amor. Pero tampoco recuerdo que alguna vez me dijeras “te amo” o “te quiero”. Supongo que para ti, si es que me tenías algún afecto, también era casi innecesario externar algo que apreciábamos como evidente. Si no me lo tenías, nadie podrá acusarte de mentirosa.

Pero si ya me conocías, Chiquita, ya sabías que yo no funciono así, que no soy alguien al que se pueda presionar porque, final y tontamente, yo voy a conducirme como crea que debo, independientemente de las consecuencias que esto pueda acarrearme. Además, me importa un dieciséis -¿te acuerdas? un dieciséis- si eso arroja sobre mí las siete plagas de Egipto al mismo tiempo o me convierte, como al final lo hizo, en un infeliz atiriciado que no volverá a dibujar una sonrisa de felicidad en toda su pinche y retorcida vida. Me diste en la madre, pero en la mera madre, Chiquita. Me dejaste atado y sin opciones, condenado al peor de los infiernos, uno que está sobre la tierra y no en el interior de ella.

¿Recuerdas qué te preguntaba yo frecuentemente? Cualquier mohín gracioso, cualquier gesto, una caricia inesperada, una mirada tuya, me hacía preguntarte: ¿Dónde estabas hace diez y nueve años? No contestabas, sólo sonreías con una sonrisa inefable, y yo insistía, egoísta, pensando en todo el tiempo perdido que tardaste en llegar a mi vida. ¿Y tú por qué no me buscaste? Preguntabas a tu vez. “Chiquita, de haber sabido que existías te hubiera buscado como a la Adelita, por mar y tierra”, contestaba; tus ojos reían, chispeantes y traviesos y me abrazabas susurrándome al oído: “te amo…”

Tú cepillo.


                No sé si a ti también te pasa que rememoras escenas de cuando estábamos juntos; yo recuerdo muchos detalles de nuestra vida en común. No sé si alguna vez te preguntaste por qué no permanecía junto a ti cuando nos lavábamos los dientes después de comer. Seguramente no, porque eres la mar de despistada. Me separaba porque deseaba que me siguieras; bueno, no exactamente que me siguieras, sino que te movieras de tu habitual lugar frente al lavabo y, por ende, frente al espejo. El paso presuroso y forzado de las cerdas sobre tus dientes, muelas y premolares lanzaba miles de pequeñas gotillas de saliva con dentífrico que resbalaban sobre el espejo, manchándolo. Como si no fuera suficiente, enjuagabas el cepillo bajo el fuerte chorro del agua moviendo tu pulgar sobre las cerdas, arrojando al espejo, nuevamente, una pequeña lluvia de agua y pasta de dientes.
Siempre me llamó la atención el tiempo que tardabas cepillándote, amén del que empleabas con el hilo dental; cerca de tres o cuatro minutos permanecías duro y dale en el aseo de tu boca mirando fijamente tu imagen en el espejo. Con curiosidad inquisitiva movías tu cara y buscabas en los más profundos rincones de tu boca tratando de descubrir alguna mancha, algún residuo de alimento oculto en el resquicio de una muela. Y todavía después, dos o tres minutos más pasando el hilo dental entre dientes y molares. Eso hacía que me preguntara no qué habías comido recientemente, sino que habrías comido en el pasado. Yo, en cambio, dos o tres pasadas de abajo a arriba, de arriba a abajo, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda y ¡voilà!, a otra cosa, mariposa.
Por cierto, ya que hablamos de dientes, debo decirte la verdad. Me gustabas más con los dientes tuyos, chuecos por aquí y por allá, con los que te conocí. Unos dientes muy peculiares que no hubieran quedado ni la mitad de bien en otra boca que no fuera la tuya. No es que los que te pusieron después fueran ajenos, es que estaban tan parejitos, tan brillantes, tan simétricos que tu sonrisa parecía sacada de un anuncio de blanqueador de dientes. ¿Sería por eso que tardabas tanto cepillándolos?
Entre semana no me apuraba mucho ver el espejo manchado con sus gotas blanquecinas escurridas, pero el viernes me infartaba. Recién ese día habían hecho el aseo logrando que todo aquello susceptible de brillar lo hiciera, y cuán poco me duraba el gusto. Unas cuantas horas después llegabas frente al dichoso espejo a realizar lo que yo consideraba la justificación de tu vivir: manchar el espejo de mi baño. No abrigaba ninguna duda: habías nacido para eso.
Como sabes, nunca te dije algo; jamás salió de mí un reproche; nada, ni la más mínima queja o referencia a este hecho te fue informada. Sufrí durante todo este tiempo; callado, me aguanté como los meros machos el tormento repetido de la maculación de mi espejo por los desechos de tu boca. Tanto lo sufrí, que el tormento inicial -Comparable al desgarro de mis miembros en el potro- pasó a ser, simplemente, como puntapiés en los testículos.
Sin embargo, en honor a la verdad y en descargo de tu conducta, debo confesarte el terrible descubrimiento que realicé una semana después de que te fuiste; y mira si soy o no hombre de bien que, habiendo sufrido en silencio y en privado, confieso en público que no eras solamente tú la culpable de las manchas en mi espejo: también yo ponía algo de mi saliva y de mi pasta dental para lograr que el espejo semejara una acuarela abstracta en un famélico blanco desteñido.
Así es; a esa conclusión me vi obligado a llegar porque hacia allá apuntaban todas mis deducciones cuando, a pesar de que habías dejado un hueco durante una semana de mi vida y en el frente del espejo de mi baño, éste aparecía exactamente igual que cuando tú estabas. ¡Qué pena!
Quiero decirte también que dejaste/olvidaste tu cepillo de dientes. Ahí permanece junto al mío en el recipiente que los contiene a ambos. Están muy juntos. A veces, cuando extraño tu presencia y me siento deprimido, tomo nuestros cepillos y entrelazo las cerdas de uno con las del otro. Los veo y sonrío con una sonrisa de idiota. Que niñerías, ¿verdad…? Por fortuna, cada vez son menos frecuentes esos accesos pueriles y ya soporto recordarte sin echarme a llorar (necesariamente).
En fin, no sé qué hacer con el cepillo. No sé si deshacerme de él o conservarlo. En la tele, los psicólogos aconsejan a las personas que atraviesan una situación como la mía que no conserven nada, que se deshagan de los objetos que puedan recordar situaciones pasadas o asociar con la persona ausente; ¿deberé tirarlo a la basura como tú me tiraste a mí?…
De hecho, los que saben de esto, recomiendan no conservar nada. Dicen que los objetos personales son ataduras muy largas que conectan directamente con el otro, con el que andamos intentando olvidar. Si bien no tengo cosas tuyas en mi poder, atesoro muchos recuerdos de ti, de nosotros. Con frecuencia, un sonido, un color, un aroma, una situación me hace rememorar un sonido, un color, un aroma, una situación vivida contigo (¿no es increíble esa correspondencia perfecta?); y sonrío con tristeza, y recuerdo el verso de una canción que dice “lo que un día fue, no será…” y siento que me hundo en el remolino de la desesperanza, a pesar de que alguien dentro de mi cabeza me dice: ¡Aguántese, carajo, nomás las viejas chillan! ¡Aguántese, cabrón, su papá era hombre!
Tu cepillo es el verdecito, ¿recuerdas? Creo que los psicólogos tienen razón cuando dicen que no debo quedarme con nada tuyo. Pero no deseo echarlo, siento que junto con él tiro muchas otras cosas y no sé si ya estoy preparado para soportar su ausencia y no extrañarlas. El cepillo es como un pequeño tiovivo en donde giran muchos otros recuerdos, vivencias, filias y fobias… En cuanto tu cepillo deje de hacerme guiños y contarme historias que me recuerdan nuestros ratos felices, me desharé de él. Lo prometo…

Atarax

Ninguna herida cerró y por eso ya no me quedo.
Porque tú sí me puedes buscar cuando quieras y yo nunca puedo.

Porque hicimos juntos lo que la primavera le hizo al cerezo.

O una cosa así. Sabes que domino la práctica pero siempre me pierdo en el proceso.

Y la gente me habla como si te supiera. La gente opina como si tuviera la menor de las pinches ideas.

No me voy a llevar ningún “te mereces más” o “te mereces menos” cuando me muera.

Voy a llenar mi mochila de cuadernos llenos de letras que te escribí para que nunca leyeras.

“¿Por qué le escribes siempre a ella, si nunca te lee?” Faltaba más. Yo le escribo a quien yo quiera.

Cada vez tienes menos lugar aquí y eso me está matando de miedo.

El que se va un chingo, falta muy poco. Y hace mucho que te fuerzo los versos.

Quiero sentarme a escribirte todo el tiempo pero hace mucho que no siento los dedos.

Me gritas que no te quieres ir pero gritas escondida, muerta de miedo y así no te creo.

La gente se va porque quiere y no existe ninguna otra pinche razón.

El único pretexto para que se salga la luna siempre, es que se cansó el sol.

Hay muchas veces que las cosas sí son blancas o negras.

Vete con él, dile las mismas cosas que a mí, no te detengas.

Y me mata saber que las cartas son esas y yo ya perdí hace mucho el as que tenía bajo la manga.

Ni siquiera lo perdí, lo desgasté, lo usé en pendejadas cuando estuve seguro que estabas.

Me enseñaste a no dar nada por sentado y sentado sigo esperando a que regreses.

Qué chinga que la última vez que te viste en mis ojos fue hace más de seis meses.

Porque tuvimos un momento en México pero ese no cuenta.

Porque tu estabas más preocupada por decirle a Jesús que te espere, que en un momento contestas.

Y al final tú te quedas tranquila y tienes unos brazos para caer.

Y yo como pendejo llegué una hora y media tarde a la junta para empezar nuestro set.

Toda la vida he estado seguro que si caigo en algún vicio fatal, lo podría resolver.

Lo único que puede arruinarme al punto de no regresar nunca eres tú, mujer.

¿Cuándo has visto a un lobo hartarse de aullarle a la misma luna cada veintiséis de mes?

Aprecio un chingo cuando me buscas pero ya no voy a ser ese wey.

Ya no voy a ser tu pinche premio de consolación para cuando el pendejo te haga enojar.

Tampoco voy a seguir despertando esperando que pienses en regresar.

El derrumbe de mis nervios no fue saber que yo te duelo cada veintiséis

Es saber que yo no necesito un pinche aniversario para morirme de ganas de escuchar tu voz.

Es saber que me tomas por un pendejo diciéndome que no es nada. Y que amanecerte en el pecho de alguien más es sólo una sustancia controlada.

¿Sabes qué hice yo cuando me quitaron mis pastillas? Aprendí a vivir sin ellas, no fui a reemplazarlas como muertos en camillas.

Porque de eso se trata “para siempre” de no salir con pendejadas.

Y yo salí con muchas que me sigues reclamando como si nunca hubieras hecho nada.

Porque al final del dia el pendejo soy yo por “no haberlo hecho cuando pudiste”.

Porque esa es la historia de mi vida, de recibir tu culpa y no tener los huevos de levantar la cara y gritar que te fuiste porque quisiste.

Sigue revisando cómo voy con la ansiedad aquí.
Sigue preguntando si volví a preguntar por ti.

Sigue haciendo tu vida pero por el amor a todas las cosas en las que creas, ya no me busques.

Te juro que vas a hacer que todo lo que me he partido el hocico levantando, se derrumbe.

“Te pido perdón desde ahorita si no me aguanto y te busco”.

No.

Mejor discúlpate por estar con alguien que ni te importa y no tener los huevos de detener el abuso.